Autor Agence France Press
Realizan auténticas maratones sin preparación física alguna para alcanzar un destino incierto: la militarizada frontera con Estados Unidos. Resisten aferrados a la idea de tener una vida menos precaria, y también a preciados objetos que llevan consigo.
Algunos de ellos compartieron con la AFP esos íntimos espacios:
«Nene» es el nombre del oso de peluche de Byron Natividad Vanegas, una travesti hondureña de 19 años. No se separa de él desde que, hace cuatro años, se lo regaló su padre, quien tres meses después murió en un accidente. Su migración no iba a marcar la excepción.
«Siempre lo llevo conmigo. Sólo me quedó este recuerdo de él», dice esta adolescente de sonrisa dulce y rostro afilado enmarcado por largas pestañas.
Salió de su país por temor a ser asesinada o violada, como le ha sucedido a algunas de sus amigas. «Una busca tal vez la manera de salir adelante, a otro país donde tal vez apoyen por la preferencia (sexual)», argumenta Nati, como la llaman los migrantes que ha conocido en la caravana.
Bajo una improvisada carpa hecha con un plástico agujerado, Génesis, de 10 años, muestra orgullosa un peluche del personaje animado «Peppa» y una mochilita rosa. Difícilmente se los presta a sus hermanos de 8, 5 y 3 años, o al bebé de nueve meses, porque es su único «tesoro». Se lo regaló una familia cuando la columna de indocumentados pasó por Guatemala.
Génesis llegó descalza a una de las comunidades mexicanas que ha recibido a los migrantes porque los zapatos que traía dejaron de quedarle en el camino. Se encoje de hombros y despliega una enorme sonrisa cuando se le pregunta si sabe por qué sus padres decidieron llevar a toda la familia en la caravana.
«Los niños corren peligro allá (en Honduras). Los de la ‘mara’ les dan drogas en las escuelas para largárselos (llevárselos)», responde su madre, Guadalupe Reyes, que trabajaba en una cocina, antes de ir a buscar zapatos para Génesis entre las montañas de ropa y calzado usados que los lugareños regalan.
Yo me voy porque no puedo estar acá», fue lo último que le dijo Nery Edgardo Valenzuela, de 19 años, a su madre en su casa de Santa Bárbara, Honduras. Ella le respondió regalándole una cadena plateada de acero inoxidable.
«Es un objeto muy valioso», asegura.
Dice que la impunidad lo obligó a partir, pero solo explica que él y su padre sufrían «amenazas de muerte». Ambos interpusieron denuncias que no han prosperado, cuenta antes de recordar que justo ese día cumple años su única hija, a la que dejó en su país.
La mochila y los tenis que usa llenan de «fuerza» a Alberto López, de 21 años, originario de Yarumela, Honduras. Se los regaló su hermano mayor, un sordomudo de 27 años que ha sido un segundo padre para él y sus siete hermanos desde la muerte de su progenitor cuando tenía 9 años.
«Me siento muy, muy orgulloso de mi hermano», dice rotundo Alberto, que comía sólo los días que conseguía trabajo como ayudante de albañil. El resto del tiempo, a él y a su familia sólo les quedaba «aguantar» el hambre.
Su hermano es el único de la familia que tiene un trabajo estable como obrero en una empacadora.
«Un día antes (de emigrar) me estaba despidiendo de mi familia, y él me dijo ‘fuerza'», describe. Fue entonces que le regaló la mochila y los tenis, porque él solo tenía un par de zapatos.
Con su guitarra de madera pintada de negro y un crucifijo de pulsera, Josías González, de 22 años, se siente más confiado de llegar sano y salvo a Estados Unidos, escribir la letra de una canción que hable sobre el periplo de los migrantes y encontrar un estudio de grabación.
El instrumento se lo regaló su padre y la cruz colgante su madre. El primero le sirve para «ir cantando y alegrando a los migrantes un rato» y el segundo lo «cuida en la noche de todos los peligros» y también le «trae suerte».
Expone por qué salió de su natal Colón, Honduras: «Lo poco que a uno le dan (en el trabajo), no alcanza para ayudar a la familia. Por otro lado la delincuencia está muy tremenda, no te respaldan las policías, las leyes de allá no autorizan la protección del ciudadano».
Pragmático, Lucas Emanuel Aldana, de 20 años, originario de Colón, Honduras, ha designado a su gorra verde como su objeto de mayor valor sentimental. Y no es cualquiera: tiene integrado un pequeño ventilador que se prende cuando el sol da en sus diminutas celdas solares incrustadas en la visera.
«Me voy sintiendo más alegre porque vamos triunfando» al seguir avanzando hacia Estados Unidos, comenta después de llorar un rato al recordar a su padre asesinado por un pandillero, crimen que lo dejo a él, a sus seis hermanos y a su madre «sin nada, sin casa».
Cuando duerme, pone al lado de su cabeza su gorra que compró por menos de 4 dólares cuando pasó por Tapachula, Chiapas. «Me han dicho muchas veces los mismos paisanos ‘regálamela’, pero no, no puedo, me refresca, me ayuda mucho».
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