A las 20 horas con 15 minutos del jueves 7 de marzo, Honorio López recibió una inesperada llamada en su teléfono, pero cuando vio el número en la pantalla, sintió un vuelco, porque sabía que ese personaje que le marcaba estaba en México rumbo al Río Bravo, pero antes de contestar, se preguntó: “¿Que me irá a decir?”. Lo primero que se le ocurrió, fue que le pediría más dinero para el trayecto, pero cuando escuchó la voz, fue como si le detonaran una bomba en el oído: “Tuvimos un accidente… pero todo está bien. No pasó nada”, dijo el interlocutor y finalizó la llamada.

Esa noche Honorio ya no pudo dormir. Le temblaba las manos. La boca se le había secado. Sentía que el teléfono se le caería de las manos. Quería conocer más detalles del accidente y que le había pasado a ese grupo de guatemaltecos que salió el 4 de marzo de comunidades de la Costa, el Altiplano y Ciudad de Guatemala, rumbo a los Estados Unidos, pero ya no había respuesta. Habló con sus hermanos y les dijo que el “coyote” le había llamado, para decirle que había ocurrido un accidente.

Sus hermanos le preguntaron si sabía cómo estaba Olga María, su hermana de 18 años de edad, que viajaba entre el grupo de 55 guatemaltecos que buscaba llegar a San Francisco, para reunirse con uno de sus hermanos, que hace un par de años hizo un viaje con un “coyote”, que lo llevó hasta San Francisco, donde radica y provee a la familia.

En ese momento, la familia empezó a buscar información en las redes sociales y encontraron que un camión se había volcado en las cercanías de Chicoasén, municipio cercano a Tuxtla Gutiérrez. 

En el noticiario de las 22:30 horas de esa noche, se dio a conocer que 23 extranjeros habían perdido la vida y 33 habían resultados heridos en un accidente de tránsito. 

Honorio quería salir esa noche de su casa, en la aldea Cojolá, un poblado desde donde se rodeado de los volcanes Siete Orejas, Santa María y Cerro Quemado, este último que se ha convertido en un centro ceremonial donde los indígenas guatemaltecos ayunan y oran por varios días, para pedir que “Dios proteja al viajero que va a los Estados Unidos”, pero su esposa le dijo que mejor esperara el amanecer para trasladarse a Xela, como se conoce la ciudad de Quetzaltenango, la segunda en importancia en Guatemala, para luego viajar hacia Tecún Umán.

Cuando llegó a la frontera de El Carmen-Talismán, dijo a los agentes del Instituto Nacional de Migración que iba a Tuxtla Gutiérrez, a buscar a su hermana que viajaba en ese camión Ford que se había accidentado en la noche. 

Los oficiales le pidieron que esperara a representantes del consulado de Guatemala para que le tramitaran la Tarjeta de Visitante Fronterizo (TVF), para que no tuviera problemas en el camino, pero tuvo que esperar todo ese día, el sábado y domingo y fue hasta el lunes que pudo viajar los 400 kilómetros para poder identificar el cuerpo de su hermana, una de las 24 víctimas morales del accidente.

El hermano de Olga había hecho varios giros desde California, para pagarle al “coyote”, un anticipo de un total de 85 mil quetzales (213 mil pesos) para que se pudieran reunir en San Francisco, a finales del mes de marzo.

Este miércoles, Honorio regresó a la aldea, después de dos días de espera, tiempo que durmió en el piso de la funeraria, con el cuerpo de Olga María a Cojolá, donde ya lo esperaban sus familiares, para participar en las exequias de la joven que soñaba reunirse con su hermano en San Francisco, California.

Al norponiente de Cojolá, camino a la costa guatemalteca, está Comitancillo, departamento de San Marcos, ese pueblo de construcciones grises y edificio de varios niveles, que los indígenas mam han levantado con el dinero que envían sus parientes en los Estados Unidos. 

En ese lugar, tres menores de edad lloran el fallecimiento de su madre Florinda López, de 32 años y su tío Ramiro Pérez Rosario, de 29 años, que buscaban reencontrarse con Julián Pérez Rosario, padre de los niños, un inmigrante radicado en Nueva York, desde hace tres años.

Florinda deja en la orfandad tres niños, de 13, 9 y 4 años de edad; Ramiro, el cuñado de la joven mujer, deja huérfanos los niños de 1, 5 y 7 años de edad. Estos inmigrantes habían pagado al traficante 90 mil quetzales  (225 mil pesos) cada uno para realizar el viaje, pero solo habían adelantado al “coyote” 45 mil quetzales.

El 3 de marzo por la noche, César Gumercido Aguilar Orozco, de 38 años de edad, conversó unos minutos con su hermano Gervasio Israel, en la aldea Sucunchum, del municipio de San Pedro Sacatepéquez, del departamento de San Marcos, donde supo que su carnal se iría a los Estados Unidos, porque sabía que muchos guatemaltecos de la región ganaban hasta 15 dólares la hora. 

“No te creo vos”, dijo con incredulidad Gervasio, que el día 4 por la mañana regreso al mismo punto de la charla, pero César Gumercindo ya no estaba. A esa hora alcanzaba la frontera con México, para reunirse con ese grupo de 55 guatemaltecos que se habían fijado  llegar a la orilla del Río Bravo en la frontera con Texas.

Hoy en Sucunchum, dos niños y la madre lloran el fallecimiento de César Gumercindo, que el 7 de marzo pereció cuando el camión Ford de color blanco se fue al barraco, en la vía Soyaló-Chicoasén, cuando el guatemaltecos solo llevaba 370 kilómetros de recorrido hacia la frontera con los Estados Unidos.

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