No alcanzaba siquiera a nombrarse en femenino. Martha Guadalupe Figueroa Mier se presentaba como “licenciado en derecho” hasta que se reconoció como abogada…abogada feminista. La vida de la defensora está marcada por movimientos colectivos en el país: las luchas estudiantiles del 68´y 71´, el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pero sobre todo las manifestaciones feministas.
UNO
Martha llega apurada a las oficinas del Grupo de Mujeres de San Cristóbal Colem (que en tseltal significa sueltas o libres), pero sería raro no verla así; a sus 67 años todo el tiempo anda corriendo entre una audiencia en el penal del Amate, una reunión más con autoridades de gobierno para revisar las acciones de la Alerta de Violencia de Género en Chiapas, o una mesa de negociación para acompañar a las estudiantes universitarias. “Si me quieren ya no me manden más trabajo” dice la defensora, que quiere jubilarse y descansar; pero en un estado como Chiapas es difícil para una abogada feminista retirarse, siempre hay algo urgente, un asunto que se atraviesa y demanda su atención.
Martha es defensora de los derechos de las mujeres, integrante y fundadora del Colem e integrante del Observatorito Nacional Ciudadano de Feminicidio.
Martha Guadalupe Figueroa Mier es defensora de los derechos de las mujeres, integrante y fundadora del Grupo de Mujeres de San Cristóbal Colem y parte del Observatorito Nacional Ciudadano de Feminicidios. Fue una de las impulsoras para que se declarara la Alerta de Violencia de Género en Chiapas, solo se logró en siete municipios. Ha sido abogada en diferentes casos de feminicidios y violaciones sexuales a mujeres. También es acompañante legal de la Red de Colectivas Feministas Universitarias de Chiapas (Recofuch).
Martha es la defensora que da talleres, la abogada que interpone amparos y va a las audiencias. Es acompañante legal de la “Red de Colectivas Feministas Universitarias de Chiapas” (Recofuch) en la negociación de un protocolo para atender los casos de violencia de género.
El lugar que nos recibe para la entrevista es diferente al que creció en la colonia Martín Carrera, en la alcaldía Gustavo Madero en la Ciudad de México, un sitio, que a pesar que quedó en medio de la urbe, nunca ha dejado de ser periferia. En los 50’s y 60’s esa localidad de obreros, ubicada cerca de la Basílica de la Virgen de Guadalupe, estaba llena de vecindades, en donde niños (las niñas se quedaban en casa) se la pasaban jugando en las calles. Había redadas en la que la policía intentaba entrar; pero era repelida por las y los propios habitantes que le arrojaban agua hirviendo, excremento de perros y lo que se podía. “Así aprendí que a la policía se le puede ganar”. Nos recibe ahora en una casa en la que había pensado vivir, pero que convirtió en las oficinas de Colem en San Cristóbal de Las Casas en Chiapas, el lugar al que llegó en 1982.
Su familia, de ambos lados, eran católicos practicantes; tuvo una bisabuela anarquista (a la que no alcanzó a conocer), y un padre sindicalista. En su casa se hablaba de manera regular de movimientos sociales, la lucha de clases y de Dios (así con mayúsculas). Ella entendió a Dios de manera distinta que le enseñaban en casa; no lo encontró ni en la misa ni en los rezos, sino en el trabajo que sacerdotes y religiosas de la teología de la liberación hacían con las infancias que abandonaban en el amplio atrio de la iglesia, en los encuentros que organizaban con las juventudes para que fueran a ayudar a otras personas. En aquellos años no sabía que eran parte de toda una nueva ideología, lo entendió después, en Chiapas.
DOS
La vida de la defensora está marcada por movimientos colectivos en el país: las luchas estudiantiles del 68 y 71, el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pero sobre todo, las manifestaciones feministas.
En 1968, el año de las protestas estudiantiles, Martha tenía 13 años e iba en segundo de secundaria; pero en -“la Martín Carrera”- había viviendas vacías ocupadas por mimeógrafos, que servían para reproducir propaganda revolucionaria, y que repartían en los autobuses, mercados y las calles.
Entonces se le afinó el temple y el compromiso: Para esa edad, sabía de qué lado quería estar en ese movimiento, había conocido de lo que era capaz el Estado porque fue testiga de cómo en el desalojo del Parque Nacional en Santa Isabel Tola, los policías mataron a personas y arrasaron con casas. Los huérfanos de ese desalojo terminaron viviendo debajo de los puentes o en el atrio de la Basílica.
Empezó a repartir volantes y botear en los autobuses; en más de una ocasión tuvo que ir a rescatar a jóvenes veinteañeros que se quedaban como “pollos espantados” cuando lo subían a los camiones de redila de la policía. “No se queden ahí, bájense, bájense”, les gritaba la niña y los chavos reaccionaban y se echaban a correr.
A la distancia ve cómo dentro del movimiento estudiantil las mujeres sufrían acoso y violencias de parte de sus propios compañeros. Junto con otras niñas y jóvenes le tocaba llevar alimentos a los campamentos de estudiantes y cuando llegaban les decían con ironía: “Ya llegaron las tortitas, ¿las traen con chile o sin chile?”.
El 2 de octubre de 1968 tenía planeado ir con otros amigos de la colonia al mitin de la plaza de Tlatelolco, pero primero entró a misa, y al salir de la iglesia vio correr a muchas personas mientras gritaban: “están matando a los estudiantes”. Junto con sus compañeros empezó a avanzar en sentido contrario de donde los demás huían, buscaban llegar a la plaza de Tlatelolco, pero no lo lograron. Estaba sitiada. Se quedó en un cine abandonado con otros estudiantes, algunos estaban heridos. Desde ahí escuchó las ráfagas intermitentes. Hasta muy entrada la noche logró salir. Llegó caminando a su casa ya de madrugada.
Al día siguiente, “fue un día soleado”, nada había pasado. Los bomberos limpiaron la plaza de Tlatelolco. Para ella no era sorprendente que el Estado hiciera eso. Los muertos estaban en otro lado, había que buscarlos así que se fue a acompañar a unas madres que buscaban a sus hijos; no todos eran estudiantes, algunos habían salido a comprar leche o eran vendedores ambulantes. La imagen que más recuerda de ese día es la de un joven muerto que aún abrazaba un libro.
Cuando se vive en la periferia, eso de las derrotas y los triunfos es algo relativo tal vez por ello o su edad, Martha no vio el 68´ como una derrota. “No tenía esa sensación de pérdida; pensaba: hoy nos madrearon, mañana no. La vida es hoy…mañana quién sabe”.
Ese mañana llegó… fue el 71´
El movimiento estudiantil de 1971 lo vivió desde el CCH Vallejo, la primera generación de ese nuevo sistema de educación media. “Ahí aprendí que el conocimiento no solo se adquiere del maestro, sino que una lo va construyendo con los otros”.
Al formar parte del Comité Estudiantil de Huelga tuvo una participación más activa, era parte de los grupos que organizaban y hacían los pliegos petitorios. “Creo que teníamos más rumbo que en el 68´”.
Eso no fue suficiente. A las y los estudiantes de esa generación les cayó el “halconazo”. Martha pasó el jueves de Corpus del 10 de junio de 1971 escondida en la iglesia de Santo Domingo, cerca del Zócalo. No llegó a ese templo para celebrar la Sagrada Eucaristía, aunque era católica, terminó ahí a pesar que el párroco no les quería dejar entrar mientras huían de los militares. Regresó, una vez más, caminando a su casa, de madrugada, convencida que quería estudiar derecho en la Universidad Autónoma de México (UNAM) y así fue.
TRES
Después de 40 años de vivir en Chiapas, Martha aún conserva la forma de hablar del centro del país, aunque se le mezcla bien con ese tonito de San Cristóbal. Es un tren cuando conversa, tiene una memoria privilegiada, no solo relata a detalle lo que le acontecía, sino da todo el contexto histórico y un análisis de lo que representó en su vida.
La conciencia de clase le llegó muy pronto, pero la de género aún en la universidad no la tenía pese a que participó en algunas actividades impulsadas por la feminista Graciela Hierro, “era divertidísima”. En ese entonces, se dejó llevar por la idea que las feministas odian a los hombres, y a ella a esa edad y a sus 67 años, le encantan.
De la UNAM recuerda a las lideresas estudiantiles de derecho, a “Tita Roberta” y “la Nacha”. “Tita era mi heroína y yo quería ser como ella, así de grande en toda la extensión de la palabra, era alegre y malhablada. Ella fue la que organizó que no dejáramos a entrar a Echeverría (presidente de México de 1970-1976) a la UNAM, y no entró hasta hace poco que llegó a que lo vacunaran contra el COVID”.
Su tesis de licenciatura habla de victimología, pero sin conciencia de género. “¿Cómo puede ser posible?” se cuestiona. A pesar que dice que no era feminista y que esa consciencia le llegó en Chiapas hasta 1989, rememora varios casos que defendió antes de esa fecha y que demandaban una mirada feminista.
Cuando trabajó en el reclusorio de menores en la Ciudad de México una joven fue multada por una patrulla de tránsito y el policía alegaba que la mujer lo había atacado; ella aseguraba que él intentó violarla. Martha le creyó a la joven. El policía terminó en la cárcel.
Uno de los casos que litigó, recién llegó a Chiapas fue el de una indígena tseltal desplazada que fue abusada sexualmente por un policía. Él decía que ella llegó mostrándole los senos. La tseltal –que no sabía hablar español–- lo que intentaba decirle es que necesitaba ayuda porque había perdido a su pequeño hijo en la selva, y enseñarle los pechos escurriendo leche mientras intentaba explicarle en su lengua lo que sucedía, era su forma de pedirle ayuda. El hombre la atacó sexualmente, pero la que terminó en la cárcel fue la mujer porque se defendió. Martha logró liberarla, pero no apresar al uniformado.
El feminismo le llegó a Martha poco a poco, aunque ella tiene el 10 de mayo de 1989 como su fecha de bautismo. A finales de los ochentas se registraron en San Cristóbal varios casos de violencia sexual. Ella era parte de las Comunidades Eclesiales de Base y la invitaron a asistir a una conferencia en donde se hablaría de la violencia sexual en contra de las mujeres; de ahí surgió una manifestación que se realizó el día de las madres. Esa fecha dejó de ser “licenciado en derecho” para convertirse en abogada feminista.
Martha Guadalupe Figueroa Mier se presentaba como “licenciado en derecho” hasta que se reconoció como abogada…abogada feminista.
Después vino la conformación del Grupo de Mujeres de San Cristóbal junto con Concepción Villafuerte, Ana Garza, Guadalupe Cárdenas, Dora Julieta Hernández, Laura Mirada, Bárbara Cadenas, Juanita Órtiz, Mercedes y Caritina Hidalgo. “Nos decían las -‘colem’-, que significa, las sueltas, las sin marido, las libres”, y ellas retomaron el nombre.
Fueron estas mujeres quienes arrinconaron al entonces gobernador de Chiapas, Patrocinio González Blanco Garrido para que creara una fiscalía especializada para atender los casos de violencia sexual. Eran mujeres que iban a la iglesia, pero creían en el derecho a decidir y presionaron para despenalizar el aborto en Chiapas. Entró la iniciativa al Congreso del Estado, pero nunca salió de la congeladora.
CUATRO
La ventana del baño de la casa de Martha Figueroa, en pleno centro de San Cristóbal, da directamente a la plaza central de esa ciudad; desde ahí lo primero que vio al levantarse el 01 de enero de 1994 fue la bandera rojinegra con las estrellas rojas ondeando en la cresta del entonces Palacio Municipal.
Salió con su esposo a ver lo que pasaba. Miró a personas saliendo del palacio municipal con muebles de madera y la declaración de guerra de la Selva Lacandona pegada por todas partes. Se sorprendió al encontrarse con mujeres, con -largas trenzas y enormes moños característicos de algunas comunidades indígenas- pertrechadas con armas y con grados militares. Su identidad era innegable, eran mujeres indígenas, pero hacían algo que nunca había visto: ordenar y los hombres obedecer. Eran milicianas con mando.
Las y los rebeldes habían tomado las estaciones de radio, y lo que se repetía una y otra vez era la declaración de guerra de la Selva Lacandona así como las Leyes Revolucionarias, una de ellas la Ley Revolucionaria de las mujeres, que más bien era un decálogo, en el que se hablaba de una vida libre de violencia para ellas, derechos sexuales y reproductivos y derechos políticos. Todo eso era música para los oídos de una feminista, que jamás pensó que fueran las indígenas las que iniciarían la revolución.
A los seis días del levantamiento armado, las organizaciones de la sociedad civil, el pueblo creyente, y la ciudadanía realizaron una marcha por la paz, partieron del centro de San Cristóbal con rumbo al cerro de Huitepec, que era hacía donde corrían las y los rebeldes cuando los militares los atacaban desde los aviones. Parecía un contrasentido que huyeran cuesta arriba, pero en ese lugar, lleno de cuevas podían esconderse. La marcha civil no pudo llegar a su destino por el clima tan hostil. Eran días de guerra y de combate. Lo intentaron de nuevo el 12 de enero. Ese día también se marchó en la Ciudad de México. Fue cuando se declaró el cese al fuego.
Después vino el tiempo de la negociación, las mesas de diálogo en la Catedral de San Cristóbal, los acuerdos de San Andrés. Todo eso lo vivió Martha Figueroa de cerca, y también en ese proceso se fue dando cuenta que no bastaba una Ley Revolucionaria de las Mujeres para que la situación cambiara a favor de ellas. La activista reconoce que el levantamiento armado ayudó a visibilizar a los pueblos indígenas no solo de Chiapas, sino de toda Latinoamérica. Pero, que no se logró reconocer a los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derechos.
Martha ha sido muy crítica de las prácticas sexistas al interior de los movimientos de izquierda, por lo que en más de una ocasión ha sido atacada. “Me dicen: ‘está usted entregando la lucha al gobierno, y no entienden los compañeros’. El movimiento de las mujeres es para ser iguales en dignidad y derechos, si no entienden que las mujeres somos humanas y somos sus iguales, y no somos sus cosas, y no somos desechables, quienes están traicionando el movimiento son ellos, no podemos permitir y tolerar la violencia porque viene de la izquierda”.
CINCO
La escena la recuerda claramente: la entonces Secretaría del Empoderamiento para las Mujeres (Sedem) en Chiapas, Sasil de León Villar, quien actualmente es senadora por el Partido Encuentro Social (PES), llegó tarde cargando varias bolsas a la reunión en la que se discutiría en la Ciudad de México la declaratoria de Alerta de Violencia de Género (AVG). Sin preocuparse dijo que su demora se debía a que andaba de “tiendas”. Ese día fue el 10 de enero del 2014. No se dio la declaratoria de alerta para Chiapas.
Fue una de las impulsoras para que se declarara la AVGM en Chiapas, sólo se logró en siete municipios. Litigó diferentes casos de feminicidio y violaciones sexuales a mujeres.
El 25 de Noviembre del 2013 diferentes organizaciones civiles con incidencia en Chiapas solicitaron la declaratoria de AVG debido a la violencia feminicida en la entidad enmarcada en la situación de pobreza extrema; ubicación geográfica, un conflicto armado no resuelto, ocupación crítica para las mujeres y falta de procuración de justicia.
A diferencia de otros estados en donde el principal argumento de parte de las organizaciones para declarar la alerta ha sido el número de feminicidios, en Chiapas lo que señalaron las agrupaciones que impulsaron la declaratoria fue la violencia estructural que existe en contra de las mujeres. Sin embargo, se las negaron. Se fueron al amparo y en junio de ese mismo año lo ganaron. Pero, fue hasta noviembre de 2016 que se hizo la declaratoria oficial para 7 municipios de Chiapas: Comitán, Chiapa de Corzo, San Cristóbal de las Casas, Tapachula, Tonalá, Tuxtla Gutiérrez y Villaflores. Así también se ordenó que se implementaran acciones específicas que atiendan la violencia de género contra las mujeres indígenas que viven en la región Altos del estado.
Martha Figueroa fue una de las personas de la sociedad civil que estuvo detrás de todo esto, y que sigue en las mesas interinstitucionales para atender esta declaratoria.
Para la activista es muy claro: en Chiapas existe una violencia sistemática en contra de las mujeres y esa violencia se traduce en delitos que atentan contra la vida de ellas, y por ello era necesaria la alerta no solo para siete municipios, sino para toda la entidad que fue como la solicitaron.
Martha ha batallado para que la declaratoria de AVG se conviertan en acciones: va a reuniones, revisa casos, documenta, investiga…es la única que queda en la mesa como representante de las peticionarias.
Durante la pandemia se cerraron los tribunales y se dejaron de depositar pensiones, fue ella una de las que intervino para que al menos se habilitaran para este trabajo.
Martha es mujer que reconoce los matices, sabe que hay mujeres y hombres como funcionarios públicos que hacen su labor, que han puesto, literalmente, hasta la vida en eso. Pero, lo que demanda esta entidad es que la atención a la violencia contra las mujeres no solo se trate de buenas voluntades de manera individual, sino de políticas públicas efectivas e integrales.
SEIS
Es la mañana del 10 de abril del 2022. Es la primera vez que se va a registrar en México un ejercicio de la revocación del mandato. Nosotras, junto con Martha Figueroa, agarramos carretera con rumbo al municipio indígena de Huixtán, donde viven Celia y sus hijas, a quienes la abogada feminista ha acompañado legalmente desde hace 20 años.
Huixtán está ubicado a 35 kilómetros de San Cristóbal de las Casas. En el 2020 el 28.5 por ciento de la población de esa localidad no tenía acceso a sistemas de alcantarillado, 20.8 por ciento no contaba con red de suministro de agua, el 1.5 por ciento no tenía baño y el 2.89 por ciento no poseía energía eléctrica.
En el camino, Martha nos va platicando de los casos de violencia que tuvo que acompañar durante la pandemia: dos niñas desaparecidas, y el intento de dar liberación anticipada a un sujeto que había golpeado a su esposa y apuñaleado a su hijastra. “Pedía prisión domiciliaria, y quería irse a la casa donde vivían las víctimas”.
El camino a Huixtán ha cambiado; la mayor parte de la carretera está pavimentada. Pasamos por una de las casillas que se instalaron para votar por la revocación del mandato y nos sorprendió la larga fila, llegaban por decenas en camionetas de redilas, la mayoría eran hombres. En el trayecto también vimos a mujeres indígenas cargando grandes tercios de leña y cuidando a sus hijos. Es una imagen común en los Altos de Chiapas.
Llegamos hasta la casa de Celia, que está dividida en tres piezas en un terreno de unos 20 por 20 metros cuadrados. A excepción de un cuarto que es de concreto, el resto están hechos de madera y tienen piso de tierra. Toda la familia estaba reunida en el espacio que funge como cocina, pero también recamara. Alrededor del fogón estaban Celia, su hija Hilda, su nieta Leti, su nuera y tres más de sus nietos, uno de brazos y los otros dos, que no llegan ni a los cuatro años.
Celia tiene 74 años de edad. Es hablante de la lengua tsotsil, y ya no usa su ropa tradicional. Su español es claro, pero hay algunas palabras que se le complican. Tuvo 11 hijos, uno de ellos se murió pequeño, y otra cuando dio a luz a su tercer hija. Sabe leer, pero no escribir.
Hilda tiene 38 años de edad y padece Sindrome de Down. Su caso se dio a conocer en el 2003 cuando por medio de diferentes organizaciones que le dieron acompañamiento, como Colem, se denunció que personal del Centro de Salud Los Pinos en San Cristóbal de las Casas se negó a practicarle un aborto a pesar de que cumplía con las tres causales que son legales en Chiapas para la interrupción legal del embarazo: el feto era producto de una violación, corría peligro la vida de la mujer y había malformación congénita.
Martha y Celia se conocieron un año atrás de esto porque ya había acudido a la organización para pedir que le ayudarán a solicitar la custodia de su nieta. “Ella llega con nosotras, a Colem, porque había un problema de violencia intrafamiliar muy fuerte en su contra, la culpaban de que se haya muerto su hija en el parto, que precisamente, por cuidar a Hilda no se ocupó de cuidar a su hija que estaba embarazada” dice Martha.
Celia relata que su hija había tenido dos partos, ambos cesáreas. En el centro de salud le habían dicho que ya no se embarazara; pero su esposo insistió, y además dijo que ya no se atendiera en el hospital, sino pidió que fuera con una partera. En el alumbramiento, la joven sufrió una hemorragia y murió. Dejó a tres pequeños, con quien se quedó Celia, pero después su padre se los llevó y ella buscó la custodia, al menos de la niña recién nacida, pero no lo logró. En ese proceso conoció a Martha Figueroa porque una trabajadora social se la recomendó.
Se dejaron de ver, pero después Celia llegó hasta su casa pidiéndole que le ayudara a entablar una denuncia por violación para que así pudieran practicarle un aborto a Hilda. En ese entonces el tema no estaba reglamentado y entre el ministerio público y el personal de salud de la clínica se encargaron de negarle el servicio. “El doctor me dijo: ‘no le vayas a dar hierbas a tu hija para que aborte porque tú te vas a ir a la cárcel’”, dice Celia, que se queda por ratos callada, pero luego ella misma retoma la conversación.
Hilda llegó al quinto mes de embarazo, pero tuvo un mal parto. Los dolores le vinieron en Huixtán, y tuvieron que trasladarla a San Cristóbal para que la atendieran. No había ambulancia, ni un transporte adecuado para el trayecto. La tuvieron que llevar en una camioneta de redilas que consiguieron en una comunidad cercana. Todo empeoró. El producto murió y la joven quedó en coma.
La joven señaló como su agresor a su primo que vivía cerca de su casa, se giró una orden de aprehensión en su contra, pero nunca se ejecutó. En Huixtán las autoridades municipales no quisieron intervenir y le dijeron a Celia que le dieran justicia los “caxlanes” (así le llaman a las personas mestizas) porque con ellos fue a interponer su denuncia, pero las autoridades de la Fiscalía se negaban a entrar a la comunidad porque a pocos kilómetros se encuentra una poblado zapatista y argumentaban que no les iban a permitir pasar. “No es cierto, claro que dejan pasar, pero eso ponían de pretexto” dice Martha.
Celia y su hija regresaron a su comunidad después que le dieron de alta en el hospital, lo que le propuso el personal médico fue esterilizarla para que si la “volvían a violar al menos no quede embarazada”. La mujer indígena se indignó con la propuesta y se negó al procedimiento. Confiaba que hubiera justicia y su hija estuviera a salvo.
La joven tuvo dos embarazos más productos también de violaciones sexuales. Ya no podía ser su primo porque había huido del lugar después de intentar llegar a un “acuerdo” económico con la familia de Hilda. “Aquí vino, nos ofreció dinero, el papá callado, no decía nada, yo le dije que no, que no quería dinero”.
Celia ya no intentó denunciar las violaciones sexuales, ni tampoco solicitó que le practicaran un aborto, tenía miedo que la que terminara en la cárcel fuera ella. Todo el tiempo la culparon de descuidar a la joven, de no permitir su esterilización. Para ella no tenía ningún caso pedir justicia. El producto del segundo embarazo lo perdió Hilda, y en el tercero, nació Leticia del Rocío, su segundo nombre es porque así se llama una de las abogadas que más cerca estuvo de ellas en el proceso de la primera denuncia que interpusieron. Leti, ahora, tiene 16 años.
En el 2017, Celia llegó a la casa de Martha Figueroa. Le cuenta que encontró a su esposo y padre de Hilda, violándola. Temía que también lo estuviera haciendo con Leti, quien en ese entonces tenía 11 años de edad.
Tanto Hilda como Leti no aparentan la edad que tienen, su físico y comportamiento es el de unas niñas. El síndrome de down de Leti es mucho más pronunciado que el de su madre. Hilda ha logrado desarrollar varias habilidades: avisa cuando se están quemando los frijoles, puede ir sola al baño, recoge los huevos de las gallinas y aún con todas sus limitantes tiene gestos en los que intenta ayudar en los cuidados de su hija.
Para Celia, tanto Leti como Hilda son sus hijas; “mis niñas” les dice. Está dedicada a ellas todo el tiempo. Tiene que asistirlas siempre, su principal preocupación es qué les pasará cuando ella muera.
Celia acudió a Martha a escondidas tanto de su marido como de sus hijos. Lograron hacer las pruebas ginecológicas en el catre que está en la cocina a las dos niñas. Hilda no opuso resistencia a la auscultación, pero Leti dio de gritos, y su madre quería entrar desesperada al cuarto para ayudarla. Le hicieron pruebas de ADN a la menor y confirmaron lo que temían, era hija-nieta de Guadalupe, el padre de Hilda.
La historia se repitió. Las autoridades municipales de Huixtán se negaron a intervenir porque la denuncia se había puesto en San Cristóbal, y los de la Fiscalía una vez más alegaban que no podían pasar por los zapatistas. La propia Martha fue a traer a Guadalupe con engaños a su casa para que lo detuvieran en la ciudad. “Aquí lo vi subiendo con un costal, y me dijo que se iba a poner su camisa, le dije que íbamos a ir hacer un trámite para que les dieran un apoyo económico, lo creyó porque ya les había ayudado a tramitar lo de la pensión de adultos mayores”.
Celia y Martha terminan contando la historia juntas; cada una dice ciertas partes, pero de repente suena la radio e interrumpe la conversación. Les avisan que ha llegado el agua y su nuera se apura a llenar todos los trastes que encuentra porque el agua entubada solo llega cada ocho días, y si no les alcanza tienen que caminar cuesta arriba unos 200 metros para tener algo para su uso diario.
A Guadalupe por su edad (tiene más de 70 años) le otorgan prisión domiciliaria, pidió regresar a su casa –el lugar que habitan Celia y sus hijas-. “Que ellas se vayan a un albergue y que me cuidan mis otras hijas”, dijo junto con su defensor. Sus hijos hombres lo apoyaban, las mujeres sabían de lo que era capaz.
Sus hijos más grandes se pusieron muy agresivos contra Celia; en una de las audiencias, frente a todos, le dijeron: “esas dos niñas son unas inútiles, no sirven para nada, si mi papá quiere darse un gusto con ellas, cuál es el problema, él mantiene a mi mamá, él mantiene a mis hermanas, no sirven para nada, cualquier día las atropella un carro”, recuerda Martha que dijo uno de ellos, quien era transportista.
Después de interponer otros recursos legales, lograron que Guadalupe no regresara a su casa; sus hijos le rentaron un cuarto en San Cristóbal, donde hasta ahora sigue en prisión domiciliaria. Pero, para pagar ese espacio vendieron parte de las tierras en las que vivía Celia y sus hijas, y donde hacían la milpa. También el pedazo de terreno que estaba destinado como cementerio de la familia porque en las comunidades de Huixtán se sigue enterrando en los patios de las casas.
Martha interpuso un amparo para impedir que los hombres de esa familia terminaran dejando en la calle a Celia y sus hijas. El juez argumentó que ese asunto era otro proceso y que no tenía por qué juntarse cuando, claramente, era parte de lo mismo. Después de varias vueltas legales, se impidió que siguiera vendiendo, pero ya se había deshecho de buena parte de las tierras.
Apenas en diciembre del año pasado se dictó la sentencia de 17 años de prisión domiciliaria para Guadalupe, pero su defensor la apeló así que el asunto sigue en los juzgados. Martha confía que no haya revés en la sentencia, que por fin salió lo más cercana a lo deseable.
Celia interrumpe, y dice que no quiere tener cerca a Guadalupe: “si solo fuera yo todavía, pero ahí están las niñas. No hay confianza, no las puedo dejar un ratito, con todo esto ya no se puede que venga aquí a mí casa”.
El proceso se ha llevado casi cinco años, entre que cerraron los juzgados por la pandemia y los procesos dilatorios que se fueron interponiendo. Jamás se logró un estudio antropológico del caso.
Contrario a lo que se podría pensar, la abogada está consciente que la prisión domiciliaria es un derecho que le asiste a Guadalupe. Cuestiona por qué el Estado no lo soluciona, por qué las resoluciones de los jueces no tienen perspectiva de género. “Por qué otra vez la carga regresa a las mujeres. Celia sabe que el marido no puede estar aquí, ¿Por qué el Estado no lo entiende, por qué no lo soluciona, por qué no asume su responsabilidad?, Se la sigue pasando a Celia, y me la sigue pasando a mí como defensora”.
Martha y Celia se meten a la cocina, se ponen a platicar cerca del fogón y ahí también se juntan Hilda y Leti. La nuera de Celia se queda afuera con sus hijos; empiezo a conversar con ella y me cuenta que es de una comunidad cercana, que también es tsotsil, que su madre falleció sin atención médica y que su papá tuvo que migrar, pero que murió en el desierto de Sonora mientras intentaba llegar a los Estados Unidos. Quedo enmudecida.
Todo lo que nos dijo Martha un día antes sobre la violencia estructural en Chiapas tiene sentido al escuchar a estas mujeres: rezago histórico en las comunidades indígenas, mortalidad materna, migración por la necesidad económica, falta de acceso a la justicia. Las mujeres indígenas no logran aprender el español y su lengua materna se les va a olvidando porque ya nadie quiere hablarla por la discriminación que significa. Eso las va aislando más.
Martha y Celia salen al patio y me encuentran observando unas matas de chile y un nopal. Pienso que en este pedazo de tierra que no alcanzaron a vender, viven personas que han sido discriminadas por ser mujeres, por ser indígenas, por ser pobres y discapacitadas. Toda la violencia estructural se visibiliza acá. Celia se acerca y me muestra el pedazo de propiedad que vendió Guadalupe y que estaba destinado para cementerio; pregunta en voz alta “¿Y ahora dónde vamos a quedar?”. Nos despedimos de la familia y los 45 kilómetros de regreso fueron más largos.
Martha nos dice al final: “Si Celia con más de 70 años es capaz de seguir luchando, si ella tiene esa fuerza, pues, nos toca a todas también. Cuando gritamos en la marcha: ‘aquí está mi mano, no te dejo sola’, entonces es nuestra obligación también no dejar sola a mujeres como doña Celia, es un tema de sororidad y de humanidad básica, no se vale decir: ‘“no estás sola”, y luego ahí te ves’”.
SIETE
Desde hace un año Martha Figueroa carga un pollo de plástico amarillo con un pañuelo verde amarrado al pescuezo; cuando lo aplastan hace un chillido; ese sonido era el que se escuchaba cuando alguien tocaba el portón principal de la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach), durante los meses en el que las y los estudiantes de esa institución mantuvieron tomado el campus I. Cuando terminó el paro universitario, las alumnas se lo entregaron a la abogada de manera simbólica para agradecerle su acompañamiento en el movimiento.
El 2 de febrero del 2021, las y los estudiantes de la Unach iniciaron un paro de labores por la muerte de su compañera de la Facultad de Medicina, Mariana Sánchez Dávalos, quien prestaba su servicio social en la comunidad Nueva Palestina en Ocosingo, y había denunciado acoso sexual de parte de uno de sus compañeros, pero la universidad y la Secretaría de Salud del Estado se negaron a cambiarla de adscripción. El 28 de enero del 2021 su cuerpo apareció colgado en la clínica donde prestaba su servicio. Las autoridades aseguraron que se trató de un suicidio. Nadie lo creyó.
Mujeres estudiantes marcharon el 2 de febrero, dieron a conocer su pliego petitorio al que se sumaron todas las facultades y anunciaron un paro de labores. Las autoridades se negaron a entablar un diálogo directo con las estudiantes. Por primera vez en Chiapas un movimiento fue liderado por mujeres, y todas las peticiones tenían una clara carga de género: demandaban un nuevo protocolo de actuación para la atención de la violencia de género; una disculpa pública de parte de las autoridades universitarias por sus omisiones en el caso de Mariana; atención a las quejas de acoso sexual que se acumulaban en la Defensoría de los Derechos Universitarios.
Jennifer Guadalupe Farrera Peña, integrante de la Red de Colectivas Feministas Universitarias de Chiapas (Recofuch), que se conformó a partir de este movimiento, recuerda que la actitud de la autoridad universitaria fue de “tratarnos como chamaquitas”. Necesitaban refuerzos, y llamaron a Martha Figueroa Mier para que las asesorara de manera legal.
“No la conocía de manera personal, pero siempre había escuchado de “Colem”, y siempre decían “ve con Marthita, Marthita no le dice que no a nadie”. Cuando sentimos que necesitamos ayuda le llamo a ella, y aceptó acompañarnos”.
En ese momento, estaba en pleno repunte de la ola del COVID-19, las estudiantes descubrieron que la persona que las atendió por teléfono en varias ocasiones no era una mujer de 40 años como se imaginaban –no la conocían en persona- sino que tenía 67 años. Aun con la contingencia acompañó a las estudiantes durante el plantón y las mesas de negociación.
“Martha nos empieza a asesorar de una manera tan espléndida porque no lo hace de manera jerárquica, sino desde una forma muy horizontal.
A las compañeras de derecho les preguntaba, las trataba como iguales, andaba de arriba para abajo y solo nos decía “espérenme tantito me voy a ir a poner mi insulina”, y nosotras todas preocupadas y ella como si nada, nosotras sentíamos que el movimiento nos había quitado la vida y eso que tenemos 20 años (…) ella llegó con nosotras y fue nuestra batería portátil”.
La abogada feminista ha seguido trabajando con las estudiantes universitarias. El tema generacional nunca ha sido un problema entre ellas, de ambos lados hay admiración y respeto.
Martha cuenta que pensó que solo iría a darles “una pequeña asesoría”, pero terminó mañana, tarde y noche en el plantón. Estaba fascinada de ver un movimiento estudiantil dirigido por mujeres, aunque la traían de un lado para otro, para ella era revitalizante, era verse así misma 40 años atrás. “Fue ver y comprobar que mi esperanza en el movimiento de mujeres es real, está ahí, que tenemos la capacidad, me emociono mucho. ¡Ay! A mí me revitalizó, renovó mi deseo de seguir con este tema”.
OCHO
Tiene un par de años que Martha lo anda diciendo: se quiere retirar. Aunque la jubilación que tiene pensada, incluye entrarle a la defensa del derecho intelectual de los pueblos indígenas; solo hablar del tema le emociona.
La abogada feminista explica que su retiro no será de un día para otro, no se va a ir por la salida de emergencia, sino que le irá bajando al ritmo poco a poco. Del trabajo de la defensa de los derechos humanos de las mujeres, dice: “nadie te saca, no es que vengan las jóvenes y te digan que hay que irse”. Ella lo sabe bien porque ha podido trabajar con chicas a las que les triplica la edad.
Para ella el retirarse tiene que ver con un asunto de autocuidado, ha sacrificado su economía y su familia durante décadas por dedicarse a la defensoría. “Lo he podido hacer porque tengo una red de apoyo, mi familia, y el coadyuvante conyugal (Paco, su esposo) se ha hecho cargo de algunas cosas para que yo pueda seguir en esto”.
Martha es la mujer que va a misa y la que marcha por la legalización del aborto. Es quien apoyó el movimiento indígena en 1994, pero criticó públicamente los actos misóginos de los rebeldes. Martha es quien se sienta a dialogar con las autoridades, aunque muchas veces ella misma se cuestiona si tiene algún sentido.
La abogada dice que está cansada, que ya la vida no le da para tanto, pero es difícil creerle porque se le ve llena de energía, se le observa, y Martha sigue siendo la niña de 13 años que le gritaba en 1968 a sus compañeros, más grandes que ella, que huyeran de la policía. Es la mujer que va a misa y a la que marcha por la legalización del aborto.
Es quien apoyó el movimiento indígena en 1994, pero criticó públicamente los actos misóginos de los rebeldes. Martha es quien se sienta a dialogar con las autoridades, aunque muchas veces ella misma se cuestiona si tiene algún sentido. Es la abuela de un niño y una niña, que se convierten en su tema de conversación constante. La activista que da talleres, la abogada que interpone amparos y va a las audiencias. La mujer de 67 años que se encierra en el baño de la universidad para ponerse insulina, y después sale a acompañar a las estudiantes a negociar un protocolo para atender los casos de violencia de género. Martha Guadalupe Figueroa Mier siempre será la defensora de los derechos de las mujeres.
22/SS/LGL