Por Enriqueta Burelo
He titulado esta serie de reflexiones con una frase, que Lenin utilizaba reiteradamente: los extremos se tocan. Se refería a que las oposiciones más radicales, por el hecho de ser extremas, terminaban coincidiendo en agenda y propuestas o razones y sin razones, aunque usted no lo crea, como diría Ripley.
Hoy nos enfrentamos a un fenómeno: la polarización, donde nos transformamos en la perra brava, hooligans, o hinchas, aludiendo a las barras del futbol, algunas de alta peligrosidad, y que nos hacen defender con uñas y dientes, las ideas que nos parecen correctas o verdaderas en lugar de recurrir al dialogo y al intercambio de opiniones; por momentos, quisiéramos que todo el mundo mundial pensara igual sobre los derechos humanos, o determinados principios inevitables para que podamos vivir en un mundo más justo, justo para mí, pero que piensa el otro o la otra.
La polarización es un concepto que se deriva de la física para explicar el comportamiento de las ondas eléctricas y magnéticas, que, adaptado a la ciencia política, se refiere a la división en extremos opuestos del pensamiento donde la moderación pierde adeptos e influencia y se da pie a ideologías binarias e identidades políticas opuestas.
La dinámica de este sistema es el conflicto constante y la falta de consensos.
Los últimos dos siglos se han distinguido por la confrontación, a pesar de que Francis Fukuyama en su ensayo «El Fin de la Historia», señalaba que, a partir de la caída del muro de Berlín, se abría la posibilidad de un mundo regido por la democracia liberal occidental a raíz de la caída del comunismo y el fin de la guerra fría.
Sin embargo, la guerra fría permanece ahí con otras características, el 11 de septiembre de 2001, el atentado al corazón mismo de Estados Unidos del grupo Al Qaeda, motivo la entrada al siglo XXI y con ello la aparición de grupos fundamentalistas que oscilan entre la derecha y la izquierda.
La propia desigualdad en que miles de seres humanos viven, propicia este estado de confrontación.
Cada vez que entras en tu Twitter, o tu Facebook, suspiras hondo sospechando lo que te vas a encontrar.
Tu timeline, como el de la mayoría de gente que conoces, está lleno de amigos, conocidos o personajes de internet discutiendo constantemente sobre cualquier tema.
Da la sensación de que las redes sociales se han convertido en una batalla entre grupos antagónicos peleados entre sí.
Como ya sabemos, las redes sociales y sus algoritmos tienden a ofrecernos el contenido que refuerza nuestras propias ideas y preconcepciones del mundo.
Eso sin contar su papel como difusoras de bulos, desinformación o fake news, convirtiendo las redes en un peligroso vehículo de difusión de mensajes de intolerancia y odio frente a grupos que no piensan como nosotros.
Por este motivo debemos tomar un rol activo y plantar cara para frenar los bulos y el mensaje intolerante.
Nuestra sociedad está viviendo momentos de intensos debates (amplificado por toda la situación relativa a la COVID-19), lo que nos obliga a replantear cómo funcionan nuestras comunidades virtuales.
Debemos enfocarnos no en eliminar esas cámaras de resonancia, sino en modificar su comportamiento, estableciendo relaciones más igualitarias que permitan reducir la curva del odio y del desencuentro.
Y en el mundo real, no en el Metaverso, el riesgo más inmediato de este nivel de polarización es que facilita el que los radicales de ambos extremos encuentren fundamento en mantener su posición extrema.
Parecería más importante hoy mantener un discurso descalificador y estridente, que presentar diagnósticos y argumentos sólidos y construidos a partir de modelos en los que la metodología y los datos puedan ser analizados, cuestionados o validado.
Si queremos mejorar la posibilidad de resolver los grandes problemas que ya enfrentaba el país, más los nuevos que tiene por delante, tenemos que quitarle el control de la discusión a la intolerancia, y construir un verdadero diálogo basado en información y análisis y generar acuerdos que contribuyen efectivamente a la construcción de un mejor país.
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